El presidente Javier Milei dio a luz una sádica resolución que permite otorgar aumentos salariales a los funcionarios públicos que reduzcan personal en sus áreas. Según la medida, la compensación se calculará en función del ahorro presupuestario generado por los despidos.
En los laberintos del poder, donde las decisiones moldean destinos y las palabras pueden herir más que las armas, emerge una pregunta inquietante: ¿Se infiltró el sadismo en el ejercicio de la política?
Lejos de limitarse a la mera competencia por el control, ciertos comportamientos y discursos sugieren una escalofriante inclinación a infligir daño, humillación y sufrimiento, no como un efecto colateral, sino como una herramienta estratégica.
El término sadismo, tradicionalmente asociado a la patología individual, comienza a resonar en el análisis del panorama político contemporáneo.
No se trata necesariamente de un diagnóstico clínico, sino de la observación de patrones de conducta que reflejan una obtención de placer o satisfacción a través del sufrimiento ajeno.
En la arena política, esto puede manifestarse de diversas formas, a menudo disfrazadas bajo la retórica de la firmeza, la defensa de principios o incluso el humor ácido.
El gobierno de Javier Milei destila discurso de odio, polarización extrema, incitación a la división, la demonización del otro, propagación de narrativas que fomentan la hostilidad, desprecio por la empatía y la compasión, frialdad ante el sufrimiento ajeno, la negación de la realidad de las víctimas y la falta de sensibilidad ante las consecuencias humanas de las políticas implementadas. Estas características pueden ser interpretadas como una manifestación de una desconexión emocional que roza la crueldad.